Los hijos, los padres y el destino: una reflexión sobre la vejez de nuestros padres y la forma en que lo percibimos
Una de las penalidades del destierro de nuestra niñez, de la expulsión de ese mundo redondo, diáfano, lleno de certidumbre moral y aparentemente eterno, es que tus padres envejecen y mueren.
Mi padre vivió intensamente hasta su muerte, que le sorprendió en la playa, cerca del lugar en que me enseñó a buscar un manantial escondido en la arena. Mi madre, en cambio, se fue apagando lentamente. Tras la muerte de mi padre ella siguió custodiando, durante más de diez años, las remotas ruinas de mi infancia. Era la única y última persona en el mundo que aún podía verme como un niño de siete años. Seguía, como entonces, recomendándome que me pusiera la chaqueta para salir o que me comiera la sopa, y se empeñaba en advertirme de peligros que sólo una madre puede imaginar. Pero su cuerpo se hacía cada vez más frágil y un mal día, al volver a casa, nos la encontramos en el suelo, con la cadera rota. Dislocada, a medio camino entre la cocina y el salón, intentó, en vano, impedir que su niño de siete años se asustara diciéndome con un hilo de voz “no te preocupes hijo, no estoy muerta ni nada”.
Hay un antes y un después del día en que tus padres caen al suelo. El suelo es una referencia importante cuando eres pequeño, es el lugar en el que juegas o con el que te haces daño, pero no es lugar para los padres. Cuando un padre cae al suelo es como si el mundo se pusiera cabeza abajo.
El cataclismo afecta a toda la familia. Hijas e hijos tienen que enfrentarse a la misma situación: papá o mamá está en el suelo, el lugar que creíamos definitivamente superado en nuestra vida, un lugar sólo propio de niños. La personalidad de cada cual dicta distintas reacciones que los psicólogos llaman de “afrontamiento”. Unos niegan, otros dramatizan, algunos llegan paulatinamente a deshumanizar a sus padres, convirtiéndolos en objetos. No es infrecuente ver a unos hijos decidir por sus padres en su presencia, sin preguntarles su opinión y hablando de ellos en tercera persona.
Es muy difícil para un hijo comprender que un padre, cuando empieza a desplomarse, no se convierte, aunque esté más cerca del suelo, en un niño. Aunque ya no es aquel gigante que nos acercaba al cielo, aunque el mundo parezca haberse dado la vuelta, no es un niño.
Después de su caída, mi madre pasó algunas temporadas en distintos hospitales. Si los hospitales son duros en general, lo son más aun cuando sabes que el paciente no puede salir definitivamente curado, ni siquiera aliviado; tan sólo con un indulto precario. Un hospital lleno de ancianos es un escaparate de las distintas formas en que las familias se enfrentan a la fatalidad. En dos casos y dos hospitales distintos, las vecinas de mi madre eran dos ancianas. Una de ellas era una campesina que recolectaba, en un tono aparentemente jocoso, todas las penalidades de quien empezó a pastorear vacas muy niña. La otra era una señora de clase media, viuda de un comerciante.
Los familiares de la primera, rocosos y tímidos, venían pocas veces al hospital pero cuando lo hacían, vestidos de domingo, conversaban con la anciana de la misma forma en la que los pastores hablan a sus animales y los niños a sus juguetes. En monólogos aparentemente absurdos, sin preguntas y respuestas, pero claramente trenzados por vínculos de afecto. Allí estaba la buena mujer hablando de la romería del año 49 mientras su hijo, un hombre grande con una pierna partida, parecía dar por sentado, con el talante que da vivir en comunión forzada con animales y plantas, que la descripción de la romería del 49 era la respuesta esperable a su pregunta de si había comido bien.
Los familiares de la segunda anciana habían delegado su cuidado en una empleada. Al llegar al hospital se enfrascaban en una conversación sobre asuntos inaplazables con la cuidadora. Mientras tanto la anciana, tumbada en la cama, estaba y era mantenida al margen, como un objeto inevitable pero invisible que obliga a tener una relación laboral con una extraña en un lugar inapropiado.
En los dos casos podía detectarse que las familias se habían enfrentado al mismo problema. El mundo se había puesto del revés y la madre ahora estaba abajo. Las familias habían sufrido una metamorfosis y los hijos dejaban de ser hijos/hijos para convertirse en hijos/pastores o hijos/empresarios, integrando en el nuevo rol herramientas nunca vistas en su relación previa con sus madres. Echaban mano de hábitos o competencias adquiridas en el mundo exterior, para hacer de lo que mejor sabían hacer cuando ya no podían hacer de hijos. Los unos esperar, vestidos de fiesta, a que la naturaleza hiciera su trabajo. Los otros envolver a su madre en una trama comercial para convertirla en mercancía y gestionar, lo menos dolorosamente posible, la última y más definitiva transacción.
Detrás de soluciones tan distintas, para las historias antes mencionadas, hay un proceso psicológico similar y con parecidas consecuencias: el paso de una relación idealizada de afecto incondicional a una relación “realista” cuyo afecto está condicionado por pactos. Melvin Lerner, el psicólogo que fundó la psicología social de la justicia, incluye en su último libro “Justice and Self Interest” un capítulo dedicado exclusivamente a describir lo que pasa a los hijos que se enfrentan a la vejez de sus padres.
¿Qué suelen sentir los hijos en ese momento? Una primera reacción es de frustración. Los padres ya no van a poder, aunque quieran, seguir tratándonos como a los niños que siguen viendo en nosotros. Algunos hijos no son capaces de superar esa frustración y tienden a culpar a sus padres de lo que no es culpa de nadie. Restauran la necesidad psicológica de creer que el mundo es justo haciendo al anciano responsable de su vejez.
Esa rabia minoritaria contrasta con la respuesta más común que sustituye la frustración por compasión, una compasión que surge de los vínculos profundos de “consanguineidad psicológica”, por decirlo así, que caracterizan a las familias. Una familia, a pesar de sus conflictos, se percibe como un ser unitario en ciertos momentos: si ofendes a mi madre me ofendes a mí, si algo daña a mí padre me hace daño a mí. Y de la compasión se pasa a la solidaridad. Todos o casi todos desean ayudar y cuidar al padre caído.
Pero la compasión y sus planes consiguientes, se enfrentan pronto a otras realidades. Hay hijos que, a su vez, tienen hijos. Hijos más ricos e hijos más pobres. Hijos que viven cerca de sus padres e hijos que viven lejos. Hijos e hijas con distintas obligaciones. Y el plan empieza a quebrarse.
Paulatinamente, la relación entre los hermanos o familiares va cambiando de escenario. La solidaridad de las familias, la incondicionalidad del afecto va cediendo terreno a la condicionalidad de las relaciones pactadas. El paso del tiempo, la prolongación sin esperanza de la enfermedad pone sobre la mesa realidades que son cualquier cosa menos redondas, diáfanas, llenas de certidumbre moral o aparentemente eternas. La familia, los últimos vestigios de la niñez de los hijos, se enfrenta al reparto de las contribuciones económicas, de los días y horas de cuidado, de los gastos irrecuperables.
Y los hijos dejan de ser hermanos para convertirse en un grupo de individuos en los que ya nada es incondicional. Se convierten en el mejor de los casos en un equipo y en el peor en individuos aislados con sus propios intereses que negocian ferozmente con los otros. Aparece el ganadero, el comerciante, el hijo irremediablemente adulto que utiliza todas sus habilidades para enfrentarse a unos padres que ya no son la solución de todas las cosas sino un problema fatal.
Esa metamorfosis no permite olvidar el pasado por lo que, con frecuencia, el nuevo marco de relación tiene, como telón de fondo, la añoranza de la vieja relación, la sensación de que no es eso lo que se espera de un hijo a cambio de lo que han hecho por ti tus padres; a la frustración y la rabia se suman, con frecuencia, la culpabilidad o incluso la vergüenza.
Pero la supervivencia de la familia, y del propio anciano, exige asumir la nueva realidad y acordar unas relaciones de intercambio justas que permitan valorar y compensar los esfuerzos de cada uno en el cuidado de los padres.
En esa nueva dinámica las familias pueden necesitar ayuda. Idealmente ayuda económica pero también ayuda psicológica. Es preciso que se lleguen a acuerdos que sean percibidos como justos por todas las partes implicadas y se asuman como propios. Y es igualmente preciso que, en ese ajuste, se dé igualmente la palabra al padre o madre objeto de cuidado.
Solo el éxito en este proceso puede permitir que se logre un difícil equilibrio entre las relaciones incondicionales, propias de una familia, y las relaciones equitativas propias de un equipo.
Y esa ayuda, me atrevo a asegurar, debería proceder de un sistema de mediación especializado, que se enfrente a lo que Melvin Lerner llama en su libro la “tragedia americana” pero que, en realidad, es una tragedia universal.
Nadie nos devolverá el mundo de la infancia del que hablaba al comienzo pero podemos enseñar a nuestros hijos una forma decente y justa de abandonarla, empujando la silla de ruedas de nuestros padres. Si no lo queremos hacer por un sentimiento a natural de justicia hagámoslo, al menos, por egoísmo: nuestros hijos nos observan y, aunque no lo sospechen, aprenderán de nosotros qué hacer con los padres cuando caen al suelo.
Algunas ideas que se deben tener en cuenta:
- Un anciano sigue siendo un adulto. En la nueva situación se debería respetar a máximo sus propios criterios en la toma de decisiones.
- Los hijos deben enfrentarse a las emociones negativas de la nueva situación sin desvalorizar al anciano. Un exceso de proteccionismo puede ser tan nocivo como el abandono.
- Los familiares deben buscar soluciones realistas que guarden un difícil equilibrio entre los intereses de todos y los del anciano.
- Las personas, fuera del marco incondicional de las relaciones exclusivamente afectivas, tienden a pensar que sus contribuciones son más importantes que las de los demás.
- Es posible que en el proceso surjan sentimientos de culpa o resentimiento.
- La mediación es un instrumento ideal para facilitar los acuerdos entre (1) el anciano y sus familiares y (2) los familiares entre sí.
Si te animas a iniciar este proceso de mediación contacta con el principal referente de mediación en España: www.atymediacion.es o llama al teléfono: 900 908 104.
Este programa está subvencionado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad.