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Mi custodia, una experiencia para compartir

Jesús Maqueda Crucera, usuario del Programa de Mediación en Ruptura de Pareja de la Fundación ATYME

El exceso de normas, y el afán enfermizo por aplicarlas, nos hace esclavos de nuestros desvaríos en muchos casos. Opté en su día -hace ya un cuarto de siglo- por la custodia compartida y no me arrepiento de ello. Eso significa, por tanto, que fue una decisión acertada. Jamás he hablado con mi hija de este asunto, aunque era la principal afectada, mas quiero creer que piensa como yo. No soy persona de certezas, pero considero que debemos esforzarnos cuanto sea posible para que ambos términos no se conviertan en un oxímoron y caminen siempre juntos, sin oponerse uno al otro.

El siglo XX, que en la Historia esté, nos parece tan lejano como el planeta Marte. Sus hijos podemos instalarnos en él con la imaginación o el recuerdo. Quienes vinieron al mundo en el presente, convencidos de que pertenecen a otra galaxia, disponen o pueden acceder a tal cantidad de documentos de toda índole sobre el vilipendiado predecesor que, si se lo proponen, consiguen tenerlo presente en todo momento con solo pulsar un botón. Fue un siglo de tinieblas y esperanza, es verdad. Para quienes tuvimos la fortuna de nacer en su segunda mitad, más lo segundo que lo primero. A todos, espero, nos corresponde custodiarlo, procurar que no caiga en el olvido ni se convierta en humo lo mucho de bueno que nos ofreció.

El canal de Panamá, inaugurado en 1914, fue una herida tremenda infligida por el hombre a la tierra en pos del comercio y del supuesto progreso, pero no divide las Américas en sentido estricto. En España, en la península Ibérica por extensión, somos europeos por un capricho de la naturaleza, gracias a que el estrecho de Gibraltar separa la Europa anhelada por tantos del África inmensamente rica en recursos naturales que, sin embargo, empobrecen a sus gentes por una paradoja inexplicable. Nosotros estamos unas veces más cerca de un continente y otras, del otro. 
Tal vez porque hemos perdido muchos trenes, metafóricamente hablando. A otros nos hemos subido por los pelos y, en la denominada alta velocidad -algo tangible que se puede medir y contar-, estamos en el “grupo de cabeza” desde que se inauguró la línea Madrid-Sevilla en 1992. En esa fecha -gracias también a la Exposición Universal que se celebró en la capital andaluza y a los Juegos Olímpicos de Barcelona- se evidenciaron en nuestro país señales de un avance económico y social notables. Éramos europeos y empezábamos a creérnoslo.

Mirando atrás sin ira

Tan largo preámbulo para reconocer que poco tiempo después de aquello, antes de que se disiparan los ecos de tanto fasto, acudí por primera vez con mi mujer a un Centro de Mediación. No recuerdo de cuál de los dos fue la idea. Nuestra relación hacía aguas y buscábamos ayuda para que la ruptura resultase lo menos traumática posible -tanto para nosotros como para nuestra hija, que tenía seis años entonces-, o acaso para una reconciliación, que no terminó produciéndose. Entendí en ese momento, en que cualquier posible certeza se tambalea, que recurrir a un consejero legal en primer lugar, para hablar de cifras o repartos, no era la opción más conveniente.

También que la prepotencia y la suficiencia sólo son espejismos nada convenientes en situaciones similares. No recuerdo el contenido de las conversaciones, que tuvieron lugar en una modesta oficina situada entre el parque del Retiro madrileño y la torre de comunicaciones conocida popularmente como Pirulí. Pero lo que allí se habló, bien lo sé, hizo que me replanteara muchos de los esquemas mentales que tenía sobre ese respecto y desplazara otros de los territorios comunes en los que se refugian tantas personas con problemas similares. Y aquel proceso tan doloroso y emocionalmente desestabilizador, lo suavizó sin duda la presencia -más que las frases- de un profesional de trato afable, que acaso se limitara a escuchar más que a proporcionar consejos, que nos orientaba sin que nos diéramos cuenta, diría. 
Ese sitio que, después de tanto tiempo, permanece en mi recuerdo de manera borrosa, poco tenía que ver con una botica con las estanterías repletas de remedios magistrales, o con el cubículo siniestro de un brujo embaucador. No obstante, algo de lo que sucedió entre sus paredes me hizo reflexionar seriamente sobre la crisis por la que estábamos pasando mi pareja y yo, de dimensiones desconocidas para ambos, preocupados por encima de todo por los efectos que pudiera tener en nuestra hija. De la primera visita al Centro, me acuerdo bien de lo que le dijo un hombre a una mujer llorosa mientras se dirigían a la salida: “Debes tener huevos para superar esta situación lo antes posible”. No he podido quitarme tal frase de la cabeza, y me avergüenza todavía esa alusión a los genitales masculinos, aunque sea de manera tangencial. Comprendo en parte a quien la dijo, porque en una situación similar pocos se libran de tener un ataque de testosterona.

Compartir, aunque cueste

Para el célebre tango, veinticinco años son poco más que nada, pero suponen una buena tajada de la vida de una persona. En España nos hemos sumado tarde a poner en marcha propuestas o proyectos, provenientes casi siempre de los países situados al norte de nuestro continente, que gozan de merecida fama y credibilidad cuando tienen un contenido social. Si de ciencia se trata, preferimos lo que procede de Estados Unidos o Japón, las dos potencias que más y mejor colonizan, comercialmente hablando, aunque buena parte de lo que idean o diseñan se fabrique luego en China. Pero lo mercantil va por una parte, y las emociones y los sentimientos por otra bien distinta.

Los servicios de mediación contribuyen a poner a flote situaciones personales de quienes se ven hundidos en abismos de los que son incapaces de salir, sufriendo el menor daño posible durante su rescate

Tenemos tendencia en este suelo a menospreciar lo propio. Ignoro dónde tienen sus raíces los Servicios de Mediación Familiar y la custodia compartida, una de sus consecuencias lógicas, tal vez la primordial cuando hay hijos por medio. Poco debe importarnos que sean adaptaciones de modelos foráneos. Lo realmente valioso, lo que hay que tener en cuenta, es que funcionen, que sean eficaces y, si no destinados a salvar vidas como las vacunas y los medicamentos, que contribuyan a poner a flote situaciones personales de quienes, en momentos críticos, se ven hundidos en abismos de los que son incapaces de salir, sufriendo el menor daño posible durante su rescate.

Y ojalá que el servicio que prestan llegue a ser tan ejemplar y reconocido, fuera y dentro de nuestras fronteras, como el de trasplante de órganos, por el que tantos estados se interesan o tienen como modelo. Bastaría con que una parte de las energías que destinamos al fútbol, las encauzáramos hacia otros menesteres más provechosos, que a la larga nos ayudarían a disfrutar más y mejor de los aspectos lúdicos de nuestra existencia.

Por razones que ignoro, todo lo anterior me ha venido a la cabeza en tropel, al meditar acerca de mi experiencia con la custodia compartida desde la perspectiva ideal que me proporciona el tiempo pasado. Soy consciente de que educar a un hijo -algo que le compete a la tribu tanto como a los progenitores- exige muchas renuncias y, con suerte, puede procurar alguna que otra satisfacción. Dada la condición humana, más previsible y simple de lo que pensamos, lo normal es poner cara de paisaje o escurrir el bulto cuando hay que ocuparse de ellos, como si cuidarlos fuera lo mismo que encargarse de las labores domésticas o hacer la compra en el supermercado. Lo primero, por su trascendencia, exige una gran responsabilidad y casi una dedicación plena. Las otras tareas citadas, si bien menores, suponen también sacrificios importantes, lo mismo para el hombre que para la mujer. Pero es ésta, por lo común, quien se encarga de todas ellas. En esos aspectos que se consideran tan enjundiosos, aunque son más significativos de lo que parece, habría que hablar también de compartir.

Custodia compartida es una actitud, más que un concepto, que no debe llevarnos a pensar -mucho menos a obsesionarnos- en una especie de reparto, algo así como la mitad, o un tanto por ciento aproximado, para cada uno de los progenitores implicados. Si así fuese, en nada se diferenciaría de cualquiera de las modalidades clásicas de sentencia que impone el juez de turno, en las que se le adjudica la custodia plena a uno de ellos, quedando para el otro las migajas, de las que disfruta algunos fines de semana y parte de las vacaciones.

Hasta no hace mucho, salvo que existieran razones de fuerza mayor, la custodia recaía sobre la mujer en la mayoría de los casos, tal vez por la anticuada estructura social de nuestro país, basada en el dominio de una parte de la población sobre la otra. Esa es al menos mi percepción de persona poco experta en estos asuntos. Como ya he mencionado, el cuidado de los niños y las tareas del hogar, dos cargas muy pesadas, poco reconocidas y peor remuneradas, recaían sobre las madres casi por decreto.

Aun bien avanzado el siglo pasado, en ese escenario tan poco propicio para las féminas, que se mantuvo en pie durante décadas, muchos de los padres que no tuvieron que emigrar a los países ricos de Europa, trabajaban aquí de sol a sol, marchándose luego a las tabernas a mantener sesudos debates mientras Di Stefano hacía filigranas con una pelota en los pies. A su entender, eran razones de peso para no afrontar responsabilidades que también les competían.

No había lugar para negociar en ese reparto de papeles amparado por la tradición, que unas no podían cambiar y a otros no les interesaba que cambiara. Para colmo, cuando los hijos salían díscolos se les responsabilizaba a ellas por no haber sabido educarlos, y si además trabajaban fuera del hogar -algo infrecuente- la culpa se multiplicaba por dos. Cuando la custodia compartida, considerada por muchos una utopía, fue abriéndose paso, contribuyó a desterrar situaciones impropias de un país que se consideraba desarrollado, y a echar por tierra normas inútiles que ya no tenían ningún sentido. Los tiempos cambiaron al fin, como pregonaba Dylan, aunque todavía se mantienen graves desigualdades entre los sexos.

¿Punto débil?

Durante buena parte de su vida, el deporte favorito de mi hija fue hacer lo contrario de lo que se le decía. No creo, pese a todo, que su comportamiento fuera por ello excepcional. El año pasado se separó de su pareja, y tanto su madre como yo le recomendamos que acudiera a un Centro de Mediación Familiar y se planteara la custodia compartida como opción irrenunciable. Ha sido la única vez, que recuerde ahora, que ha tenido en cuenta uno de mis consejos. Con que le vaya la mitad de bien de lo que me ha ido a mí, me daría por satisfecho.

Lo mismo que el resto de afectados por aquella separación de hace un cuarto de siglo, he conseguido salir adelante, una auténtica proeza en los tiempos que corren. “Voy tirando, que no es poco”, como dicen los castizos. Felicidad es un término empalagoso y artificial que no tiene cabida en mi vocabulario, aunque la risa franca de mis nietos me proporciona un bienestar comparable al de contemplar un atardecer en esos instantes en que la luz está entre perro y lobo y el sol se desangra en el horizonte. Deseo, por encima de todo, que ambos superen la separación de sus padres, y que la custodia compartida tenga en su caso los mismos efectos beneficiosos que ha tenido, y sigue teniendo, en su madre. Lo mejor de este sistema, que espero que acabe imponiéndose como mayoritario, es la falta de normas rígidas que acabarían encapsulándolo y cortándole las alas. Una separación conlleva cambios que afectan a todos los implicados -en especial a los menores, que son los más débiles sobre el papel-, y lo mejor es hacerles frente con la imaginación, un músculo que tiende a atrofiarse cuando se le somete a fuertes presiones.

Como el ser humano es egoísta por naturaleza, espero recibir una buena recompensa por el consejo interesado que le di a mi hija, el mismo que alguien nos ofreció a su madre y a mí muchos años atrás. Creo que fue en una película dirigida por José Luis García Sánchez, de cuyo título no me acuerdo, donde se cita una frase digna del genial Rafael Azcona, acaso guionista de la misma: “Tenemos que cuidar bien a nuestros hijos, porque ellos elegirán nuestra residencia”. Quién sabe si dentro de unos años, si mi cuerpo obedece todavía las órdenes de mi cerebro, mi familia y mis amigos acudirán a visitarme a una de lujo, de las de muchas estrellas. Y todo por un buen consejo  
 

Artículo de la Revista "Mediación y Cambio" Nº21

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